Se ha terminado el tiempo en que era posible individualizar
una élite cultural, cuyo patrimonio era el “arte elevado” y el hábito de
contemplar con desprecio “lo común, desde las canciones pop hasta la televisión
comercial”. Y también se ha terminado el tiempo en que un gusto refinado o
vulgar era indicación también de una clase social determinada. Ésa es la
conclusión de la que parte y sobre la que se explaya Zygmunt Bauman en "La
cultura en el mundo de la modernidad líquida".
No es que no exista hoy en día una élite cultural, o que “se
cree” tal; al contrario, hoy está más viva y activa que nunca, “pero está tan
ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo
para formular cánones de fe o convertir a otros”. Ya no hay entendidos en la
materia (“connoisseurs”) sino más bien “omnívoros” que consumen tanto ópera
como heavy metal, punk y el mentado “arte elevado”.
La cultura ya no es signo de crecimiento, superación,
conocimiento, refinamiento; es decir la cultura como progreso “ha dejado de ser
un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un
discurso de supervivencia personal… No pensamos el progreso en el contexto de
elevar nuestro estatus, sino en el de evitar el fracaso… El tiempo pasa y el
secreto está en seguirle el ritmo. Si no queremos ahogarnos, tenemos que seguir
surfeando: es decir, seguir cambiando, con la mayor frecuencia posible, el guardarropa,
los muebles, el empapelado, la apariencia y los hábitos; en resumen, nosotros”.
El consumismo, pues, hace que la cultura no se conciba como
un medio para satisfacer necesidades sino en crear necesidades nuevas, y a la
vez garantizar la permanente insatisfacción de las que ya están afianzadas.
Bauman compara las utopías pasadas con la utopía de la
modernidad líquida, esta nueva “utopía de la vida que gira en torno a la
persecución de la siempre elusiva moda, [que] no da sentido a la vida, ya sea
auténtico o falso. Apenas ayuda a desterrar de nuestra mente el problema del
sentido de la vida. Una vez que ha convertido el viaje de la vida en una serie
interminable de medidas egotistas, de modo tal que cada episodio experimentado
pasa a ser una introducción al próximo de la serie, esta utopía no ofrece una
oportunidad de considerar su rumbo, o el sentido de la vida en sí. La
oportunidad de hacerlo se presenta recién en los momentos en los que uno se
retira o es excluido del estilo de vida de los cazadores, y por regla es
demasiado tarde para que la reflexión ejerza influencia en el rumbo de la vida
propia y de la de quienes se encuentran alrededor. Es demasiado tarde para
objetar el estado ‘realmente existente’ de la vida propia, y más aún para que
algún cuestionamiento de su sentido permita obtener resultados prácticos”.
Por un lado, pues, la tan admirada hoy postura de agentes de
la cultura como Andy Warhol, que pregonan que “ser bueno para los negocios es
el arte más fascinante. Hacer dinero es un arte y trabajar es un arte, y los
buenos negocios son el mejor arte”, y por el otro, aserciones como la de Hannah
Arendt: “Un objeto es cultural según cuál sea su tiempo de permanencia: el
carácter perdurable se opone al aspecto funcional, que lo haría desaparecer del
mundo fenoménico a fuerza de uso y desgaste. La cultura se encuentra bajo
amenaza cuando todos los objetos del mundo, producidos en el presente o en el
pasado, conservan meras funciones de los procesos de la vida social -como si no
tuvieran otra razón de ser que la satisfacción de alguna necesidad-, y no
importa si las necesidades en cuestión son elevadas o básicas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario