BERNARDINO GARCÍA LEMOS
© Carol Guilleminot
Hubo un tiempo en que los indios pisaron, amaron, rieron y lloraron en este
suelo. Hubo una época en que aportaron sangre, fuerza y coraje a la gesta
por la independencia.
Luego fueron exterminados, apartados de la historia
oficial y olvidados.
Hubo un día en que un hombre joven vio partir
definitivamente a su anciano padre sin saber que para él sería un nuevo
principio. Ese fue el día en que Bernardino se enteró que por sus venas corría
sangre charrúa. Y decidió ser indio.
Hospitalario, agasajador, un poco taciturno y muy
digno. Tremendamente orgulloso de su raza y de ese sentimiento que nace de los
más íntimo buscando palabras –-que no siempre encuentra—para trasmitirse. Así
es don Bernardino García, bisnieto de Sepé, el último cacique.
No es el único descendiente de charrúas pero, en
cambio, es la primer persona en el Uruguay que ha decidido mostrar públicamente
tal ascendencia y, seguramente muchos lo han visto desfilar a caballo con el
atuendo propio de su raza (lanza corta, boleadoras, tanga de venado y montando
en pelo descalzo) y han comentado “¡es un indio en pinta!”. Pues
sí, señores, luce los rasgos físicos que los antropólogos e historiadores
atribuyen a los charrúas.
Sin embargo él no lo sabía. A pesar que ya en 1949 el
diario “La Mañana” había publicado un artículo sobre la ascendencia charrúa de
Avelino Lino García, su padre, él –el menor de once hermanos– la ignoraba por
completo. Es que el mundo de Bernardino siempre estuvo muy alejado de las
aulas, los libros, los diarios y las fuentes de investigación y cultura
ciudadanas.
Nació en Rincón de Tranqueras, hace 61 años. En
dicho paraje, ubicado en las inmediaciones de la desembocadura del arroyo
Tranqueras en el río Tacuarembó Chico, trascurrió su niñez y desde temprana
edad trabajó en el campo. Sólo hizo primer año de escuela y allí aprendió a
escribir su nombre y leer un poco. La suya fue una infancia de pies descalzos,
tamangos de cuero de vaca y alpargatas que debían durar un año.
Su vida cotidiana estaba ligada al trabajo de la
chacra de sus padres, que plantaban y enfardaban tabaco para luego venderlo a
una empresa que operaba en Tacuarembó. Allí también transcurrió la juventud de
Bernardino y le tomó gusto a la vida sin encierros, a los horizontes
amplios, el trabajo duro y la caza en el monte. En 1970 se unió en
matrimonio con María Zully Romero, luego de tener el consentimiento de
don Avelino García. Se habían conocido en los campos de la tabacalera Monte
Paz, donde ambos trabajaban en la cosecha. Hoy tienen siete hijos y “un lote
grande” de nietos. Once en total.
Desde hace 20 años es funcionario municipal
dependiente de la Dirección de Obras de la Intendencia de Tacuarembó, a donde
llega todos los días en bicicleta. Está apurado por jubilarse porque considera
que tiene mucho por hacer y le falta tiempo.
Con mucho esfuerzo y sacrificio ha construido su
propia casa en el barrio Don Audemar, a la que cada día quiere mejorar un
poquito aunque “la cosa esté difícil”. Y allí, en su humilde vivienda sin
ningún tipo de lujos, en verdad, el visitante se siente a gusto. Es que
Bernardino y su mujer se esfuerzan para que el recién llegado lo pase bien.
Especialmente, si para hablar de los charrúas se trata. Y justamente para eso
fuimos hasta allí.
“No me pida que se lo explique”
Bernardino forma parte de la estirpe charrúa de
Tacuarembó, siendo la suya la última familia de charrúas que existió en el
Uruguay, la que incluso fue objeto de una investigación publicada por la
Universidad de la República.
“Yo no sabía que era indio, pero ahora es algo que
llevo en el alma. No me pida que se lo explique. No se por qué. Será porque
siempre me gustó seguir la tradición. Hay algo en todo esto que me atrae.
Algunos me preguntan si lo llevaré en la sangre. No sé, ni yo mismo me explico
bien por qué lo hago”, dice al buscar una justificación a su decisión
concienzuda de no ocultar su ascendencia y, aún más, exhibirse públicamente
vestido como un charrúa en ciertas ocasiones especiales.
Su padre nunca le habló del tema y él sospecha que sus
hermanos mayores “algo sabían” pero tampoco se lo dijeron. Fue su esposa, la
primera en enterarse en el año 1973 al fallecer su suegro, don Avelino Lino
García.
“Mirá, tu suegro era indígena”, les dijo una
vecina que tenía televisión. Y para ellos fue toda una novedad. La noticia
conmovió a la familia, y sin tener a quien recurrir para que se los confirmara,
le preguntaron al médico que había atendido al anciano en el Hospital de
Tacuarembó y éste les dijo que así era.
Fue recién en 1982 cuando Bernardino comenzó a
“moverse” para buscar documentos, intentar conocer la historia familiar y, en
definitiva, enterarse de quién era. Es así que ha ido atesorando libros, fotocopias
y anécdotas sobre su linaje. Entre ellas guarda con especial aprecio “la fotito del finado Sepé”, como llama a la
fotocopia de un retrato del último de los caciques charrúas que pisó suelo
oriental: su bisabuelo.
“Ahora resulta que el único que quiere dar la cara al
mundo soy yo”, dice refiriéndose a la decisión de otros
integrantes de su parentela en cuanto a mantenerse al margen del tema.
Efectivamente, ha dado la cara al mundo. Porque –no se si lo supo–, su foto
junto al féretro en que repatriaron a Uruguay al cacique Vaimaca Peru
desde Francia fue recogida por la agencia internacional de noticias AFP
y, literalmente, dio la vuelta al mundo.
Entusiasmo familiar
Bernardino, que aparenta tener un carácter taciturno y
suele vérselo como sumido en sus pensamientos, cambia completamente cuando
habla del tema indígena. Se sienta erguido, mueve las manos, se emociona. No
para de hablar, salvo cuando empiezan a hacerlo su esposa o su hija Luján, que
le ganan por lejos.
La familia está verdaderamente entusiasmada con su
condición de descendientes de charrúas y hasta una nieta desfiló junto a él en
una de sus apariciones públicas, detalle sumamente significativo que lo llena
de sano orgullo. Algo similar ocurre cuando, parado en la puerta de su casa se
arma un cigarro, mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un carné que
lo identifica como socio honorario y vitalicio de la Asociación de
Descendientes de la Nación Charrúa (ADENCH). “Este carnecito es un documento
para mí porque hay mucha gente que duda que yo sea realmente descendiente de
Sepé”, dice.
La sala de la casa no está ajena a al tema familiar y
en las paredes luce varias fotografías de Bernardino “vestido de charrúa” en
sucesivas ediciones de la Fiesta de la Patria Gaucha, que se realiza cada año
en Tacuarembó, y otros acontecimientos.
“Me gusta participar, soy infaltable en todas las
‘patrias gauchas’, hasta me hicieron un reconocimiento”, comenta
mientras se levanta del asiento y va a buscar un cuchillo de cabo de plata que
le obsequió el Comité Organizador.
Sin embargo, Bernardino y los suyos sienten que la
sociedad en general no recuerda como debiera nuestro pasado indígena. “Precisándola muchas veces, a mí nadie me ha dado una mano. Tengo
entendido que los charrúas fueron gente muy judiada y yo saco las cuentas que
ha de ser por eso que hay gente que parece que me tuviera bronca. Veo que no
aceptan el charrúa, pero para mí esto es un orgullo”, afirma. Y
en esta línea de pensamiento, supone que tal vez será por eso que “en
Tacuarembó –departamento en el que los estudiosos sitúan la mayor cantidad de
población descendiente de charrúas, aunque Bernardino no conoce a ningún otro a
excepción de sus propios hermanos—parece que a nadie le interesa el tema”.
Cuenta que cuando decidió participar en desfiles
vestido a la usanza charrúa no tenía caballo. Incluso, la vez que muchos
montevideanos se emocionaron al ver llegar un “indio” a la Plaza Independencia
durante el acto culminante de la “Marcha del Regreso” — realizada en el 2000
uniendo a caballo La Meseta de Artigas y Montevideo durante los festejos de los
150 años de la muerte de José Gervasio Artigas— muy pocos sabían que ese hombre
andaba con caballo prestado por un amigo de otro departamento.
“Salimos de Maldonado Chico con ese muchacho y nos
unimos a la marcha. Allá, gente de Tacuarembó me preguntó cómo había ido y les
dije que a pie. Si ellos son de acá y yo también, no creo que les costara mucho
prestarme un caballo”, comenta.
A modo de anécdota, cuenta que hasta lo han ido a
buscar para hacer política. “Una vez vino un hombre de
Rivera a invitarme a participar en política porque decía que, como descendiente
charrúa, yo le daba imagen. No me interesa la política y hasta me da un poco de
rabia que muy pocos se acuerden de los charrúas y después los quieran meter en
la política”, dice.
“Caramburú”, la mayor alegría
Sin embargo, no todo son sinsabores y se alegra
muchísimo cada vez que suena el teléfono de su casa y lo llaman desde
Montevideo e incluso de Francia para felicitarlo luego de alguna de sus
apariciones públicas. Una vez posó para un escultor interesado en la temática
charrúa y hace algunos años fue convocado por la profesora Nora Castro, quien
impulsaba que el Instituto Nacional de Colonización les diera tierras en
Tacuarembó a los descendientes del cacique Sepé, lo que no tuvo andamiento.
Luego él envió una carta al ex presidente Julio María
Sanguinetti conteniendo esta petición, no obstante, hoy ya no sigue con esa
idea. “Ahora estoy un poco más domesticado”, bromea y luego agrega que guarda
la esperanza que algún día el Estado le otorgue una pensión graciable.
Lo cierto es que este humilde tacuaremboense tuvo una
de sus mayores alegrías el día que le regalaron el “Caramburú”, su
caballo. “No tenía un caballo hasta que hace dos años una escritora
francesa que hizo un libro sobre Vaimaca me regaló el Caramburú. Lo mejor que
podían haberme regalado es un caballo. Me lo han querido comprar, pero no lo
vendo. Va a morir de viejo”, asegura.
Como los pájaros
Al preguntarle qué le gustaría hacer cuando se
jubile, no duda en responder: “Salir caminando, también tener
una chacrita. Sueño con irme al campo y si me acompañan los gurises (sus
nietos), mejor. Me siento más a gusto al aire libre que en casa”.
Y llegado este punto de la charla, aboga para
que saquen los restos de Vaimaca Peru del Panteón Nacional y, sin querer, este
hombre — que con un cuero de venado que le regalaron hizo un quillapi, armó una
lanza de tacuara y cada vez que se viste “como charrúa” le pide un deseo a cada
una de las tres plumas que coloca en su cabeza– se emociona y emprende la
siempre dificultosa tarea de definir el concepto de libertad.
“Los indios siempre han querido ser libres, no estar
encerrados como delincuentes. Me gustaría que, hoy o mañana, el día que muera
no me lleven para ningún lado, que me dejen en tierra y todo ocurra como tiene
que ocurrir, como Dios manda. Los huesos de Vaimaca tampoco pueden estar
encerrados entre rejas”, dice. Y quiere decir más, pero no encuentra cómo
y entonces recurre a sus conocimientos de hombre de campo y llega, naturalmente
y sin saberlo, al símil perfecto.
“Cuando se caza un pájaro, puede ocurrir que uno
le ponga comida en la jaula y él se resista a comer. Y no come, prefiere
morirse. Los indios nacieron y se desarrollaron en el campo, siempre quisieron
ser libres”. Es que el hombre, como el pájaro, cuando
conquista la libertad ya no puede retroceder. Vivir sin ella no es posible.
Publicado originalmente en la revista Quinto Día
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